martes, julio 31, 2007

Bergman II

El fervor de la conexión rioplatense
Ingmar Bergman obtuvo sus primeros premios internacionales en los festivales de Cannes de 1956 (por Sonrisas de una noche de verano) y 1957 (por El séptimo sello), pero la historia de su descubrimiento tiene marcados acentos rioplatenses, particularmente uruguayos. En 1952, el Cantegril Country Club organizó el Segundo Festival Cinematográfico de Punta del Este, que no tenía jurado ni premios oficiales. Había, sin embargo, un jurado de la crítica, integrado entre otros por Homero Alsina Thevenet, Emir Rodríguez Monegal y Antonio Larreta, que no tardó en reconocer las virtudes de Juventud divino tesoro (1950), el primer film que llegaba a América de un sueco desconocido llamado Bergman. A partir de ese momento, abundaron en el periodismo uruguayo notas sobre el realizador, de quien se fueron estrenando sucesivamente todos sus films. En junio de 1953, Alsina Thevenet le dedicó a Bergman un artículo de diez páginas en Film, la revista especializada que él había fundado y dirigía. Se supone que ésa fue la primera revisión analítica que se haya publicado sobre Bergman fuera de Suecia, aunque desde luego fueron abundantes las reseñas sobre estrenos de sus películas, tanto en Uruguay como en la Argentina, donde comenzaron a llegar sus películas con gran éxito de crítica y público a partir de 1954. Unos años antes que a Cannes, por caso. “Es curioso que durante tanto tiempo la crítica europea, fuera de Suecia, haya ignorado a Bergman –escribían Alberto Tabbia y Edgardo Cozarinsky hacia 1958 en un legendario volumen monográfico titulado Flashback–. En este extremo de Sudamérica, Bergman impresionó profundamente desde que su obra comenzó a ser conocida.”
En junio de 1959, con las trece películas de Bergman estrenadas en Buenos Aires hasta esa fecha, el distribuidor y exhibidor Alberto Kipnis organizó en el mítico cine Lorraine de la avenida Corrientes la primera retrospectiva local. “Obtuvimos el record de público: 1780 localidades vendidas en un día, en una sala cuya capacidad es de sólo 300 butacas”, se entusiasmaba por entonces Kipnis, que siguió repitiendo esas muestras durante años, actualizándolas con nuevos títulos y publicando monografías que acompañaban las proyecciones, al punto que en la década del ‘60, el fenómeno de la bergmanmanía era un distintivo de la vida cultural porteña.

[de Página/12]

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